Tlapalería by Elena Poniatowska

Tlapalería by Elena Poniatowska

autor:Elena Poniatowska [PONIATOWSKA, ELENA]
La lengua: spa
Format: epub
editor: Seix Barral México
publicado: 2023-04-25T00:00:00+00:00


—Si hoy no viene, mañana iré a buscarlo.

—Pero, señora, ¿a dónde? —gruñó Aurelia.

—¿Recuerda usted que dijo que vivían por Santa Fe?

—Señora, Santa Fe es toda una loma, altísima de grande… Ni calles tiene, puros baldíos.

—No importa, iré.

Un primer viernes apareció Chocolate, un perro de ese color. Grande, fuerte, pachón, con patas de calcetín blanco y una pecherita también impoluta, sus ojos, continuación de su pelambre, más expresivos que los de Emiliano Zapata. La abuela, que esperaba un taxi en la esquina, lo llamó «perro», «perro», y al verlo hurgar en el bote de basura, le ordenó a Aurelia traer una telera.

—¿No me regala a mí también un pan? Soy el dueño del Chocolate —se acercó un pordiosero.

Así se inició un ritual ya no de los viernes, sino de cada día entre las doce y la una de la tarde. Mi abuela salía a la esquina y, al verla, los ojos de Chocolate se volvían líquidos y se acercaba bajando la cabeza para pegar su frente contra las piernas de mi mamá grande. Embestía durante unos minutos hasta que la abuela lo apaciguaba: «Ya, Chocolate, ya, Chocolatito», y entonces movía la cola y ponía su hocico húmedo en su mano enguantada. La abuela le daba su pan. «¿Tienes sed?», le preguntaba, y Aurelia traía leche en una escudilla. También el dueño del Chocolate recibía unas monedas. «Pa’ mis cigarros.» «Pa’ mi chupe.» La conversación no pasaba de: «¿Cómo amaneció hoy el Chocolate?». «Bien», respondía el viejo.

En la esquina de Morena y Gabriel Mancera, la gente se detenía no sólo a ver a la señora de sombrero, zapatos de hebilla y bastón, sino al perro que al lado del desasimiento del mendigo, resultaba un fuego de artificio. Era tan evidente su deseo de gustar que uno concluía: «Éste no es un perro, es un amante». Durante algunos minutos trotaba, otros se levantaba sobre sus patas traseras y en el momento en que empezaban a flaquear, tomaba vuelo, se impulsaba y las cuatro patas retozaban alto en el aire. ¡El ballet ruso jamás habría logrado semejante proeza! La gracia de sus cabriolas atraía la vista de todos; había en ellas picardía y seducción, como si fuera a jugarnos una broma que ya desde antes nos hacía reír. ¡Qué despliegue de agilidad! Era asombroso comprobar que un perro tan robusto tuviera propiedades de duende. A todos divertía con su jaraneo. La curvatura de sus músculos formaba rondas infantiles y hacía creer a su público que la vida es un juego de niños. «Ese can debería estar en un circo.» «¿De qué raza es?» «A lo mejor es el diablo», exclamaban. Todo este fantástico despliegue de habilidades era el tributo que Chocolate le rendía a mi abuela.

—¿El Chocolate no tuvo frío ayer? En la tarde llovió y pensé que… Dígame, ¿se enfrió?

—No —refunfuñaba el viejo.

—¿Tiene cobija?

—No.

—Aurelia —ordenaba mi abuela—, tráigale una cobija.

—¿De las usadas, verdad?

—De las nuevas. Traiga usted una blanca.

Aurelia iba de mala gana. Protegía los bienes de la abuela como cancerbero.

—¿Y dónde está su casa? —proseguía la abuela.



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